Pekín, China, (ACPress.net / NoticiaCristiana.com)
La primera reacción de Philippe Martínez cuando un viejo amigo le pidió que sirviera de guía de una expedición francesa a la cumbre del Everest, fue una gran incertidumbre. Había sido guía de montaña desde 1981 y ciertamente conocía bien la montaña, pero después había abrazado la fe en Jesús, llegando a ser pastor de una iglesia evangélica.
Además, tenía cincuenta y dos años, una esposa y cuatro hijos. Ya no podía correr esos riegos como lo había hecho cuando era joven. Sabía que más allá de los ocho mil metros, el cuerpo está expuesto a grandes presiones. A su edad, una expedición de esta naturaleza era una locura. Mucha gente que creyó poder conquistar el Everest no había regresado. Así que de inmediato se resistió al llamado de la montaña.
Sin embargo, en las semanas siguientes poco a poco comenzó a sentir que Dios le animaba. Veía señales que apuntaban en esa dirección, aunque todavía no estaba seguro de querer arriesgarse, especialmente cuando su esposa, Brigitte, acababa de terminar su tratamiento contra el cáncer. Pero finalmente Philippe entrenó a fondo y dedicó muchas horas para conseguir el complicado equipo necesario y los no menos complejos permisos pertinentes.
TODO UN SIMBOLISMO
El equipo estuvo en el campamento base avanzado un tiempo para adaptarse al clima. Los sherpas del Himalaya que les acompañaban –como la gente de la zona- daban a la montaña el nombre de «Chomolungma» o «diosa de la Tierra». Philippe tomó su pequeña Biblia y buscó el Salmo 95 que les leyó: «Porque el Señor es Dios grande, el gran rey de todos los dioses.
Él tiene en su mano las regiones más profundas de la tierra; suyas son las más altas montañas» (vv. 3-4 DHH). La subida desde el campamento base hasta la cima de la montaña dura cinco días. Una vez que se llega a los ocho mil metros, uno empieza a toser constantemente y siente náuseas.
El oxígeno embotellado reseca los pulmones, y se está expuesto a graves dificultades respiratorias en cualquier momento. Cuando llegaron a la cima, todo el equipo se quitó las máscaras de oxígeno y comenzaron a cantar un himno de alabanza al “Dios de las montañas de la Tierra”. Luego se realizó un acto simbólico que, para Philippe, era el único propósito de la expedición: se enterró profundamente la pequeña Biblia en la nieve.
Con este acto querían expresar que la Palabra de Dios debe estar en lo más alto y proclamarse a los confines más lejanos del mundo. Los médicos le habían aconsejado al equipo que no permaneciera más de diez o quince minutos en la cumbre, pero todos se quedaron por más de una hora sin problema alguno. Regresaron conscientes de que habían experimentado un momento muy especial.
Al siguiente día supieron que otro alpinista francés, que había llegado a la cumbre después de ellos, había muerto durante el descenso. En el Everest, sobrevivir nunca puede darse por sentado.
La primera reacción de Philippe Martínez cuando un viejo amigo le pidió que sirviera de guía de una expedición francesa a la cumbre del Everest, fue una gran incertidumbre. Había sido guía de montaña desde 1981 y ciertamente conocía bien la montaña, pero después había abrazado la fe en Jesús, llegando a ser pastor de una iglesia evangélica.
Además, tenía cincuenta y dos años, una esposa y cuatro hijos. Ya no podía correr esos riegos como lo había hecho cuando era joven. Sabía que más allá de los ocho mil metros, el cuerpo está expuesto a grandes presiones. A su edad, una expedición de esta naturaleza era una locura. Mucha gente que creyó poder conquistar el Everest no había regresado. Así que de inmediato se resistió al llamado de la montaña.
Sin embargo, en las semanas siguientes poco a poco comenzó a sentir que Dios le animaba. Veía señales que apuntaban en esa dirección, aunque todavía no estaba seguro de querer arriesgarse, especialmente cuando su esposa, Brigitte, acababa de terminar su tratamiento contra el cáncer. Pero finalmente Philippe entrenó a fondo y dedicó muchas horas para conseguir el complicado equipo necesario y los no menos complejos permisos pertinentes.
TODO UN SIMBOLISMO
El equipo estuvo en el campamento base avanzado un tiempo para adaptarse al clima. Los sherpas del Himalaya que les acompañaban –como la gente de la zona- daban a la montaña el nombre de «Chomolungma» o «diosa de la Tierra». Philippe tomó su pequeña Biblia y buscó el Salmo 95 que les leyó: «Porque el Señor es Dios grande, el gran rey de todos los dioses.
Él tiene en su mano las regiones más profundas de la tierra; suyas son las más altas montañas» (vv. 3-4 DHH). La subida desde el campamento base hasta la cima de la montaña dura cinco días. Una vez que se llega a los ocho mil metros, uno empieza a toser constantemente y siente náuseas.
El oxígeno embotellado reseca los pulmones, y se está expuesto a graves dificultades respiratorias en cualquier momento. Cuando llegaron a la cima, todo el equipo se quitó las máscaras de oxígeno y comenzaron a cantar un himno de alabanza al “Dios de las montañas de la Tierra”. Luego se realizó un acto simbólico que, para Philippe, era el único propósito de la expedición: se enterró profundamente la pequeña Biblia en la nieve.
Con este acto querían expresar que la Palabra de Dios debe estar en lo más alto y proclamarse a los confines más lejanos del mundo. Los médicos le habían aconsejado al equipo que no permaneciera más de diez o quince minutos en la cumbre, pero todos se quedaron por más de una hora sin problema alguno. Regresaron conscientes de que habían experimentado un momento muy especial.
Al siguiente día supieron que otro alpinista francés, que había llegado a la cumbre después de ellos, había muerto durante el descenso. En el Everest, sobrevivir nunca puede darse por sentado.
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